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El anciano

Publicado: 15 febrero, 2013 en historias, Personal
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Observo al anciano beber su jarra de cerveza con la mirada acuosa perdida en la bruma del tiempo. En sus ojos cargados  de vivencias veo reflejados los míos. Sus manos arrugadas y retorcidas como sarmientos secos parecen añorar las caricias de su amada y juguetean con la servilleta de papel. Entre trago y trago, que saborea con los ojos cerrados, su actitud es resignada y digna. Viste un traje marrón claro y bajo la americana abierta, asoma un grueso jersey gris con cremallera hasta el cuello. El pelo blanco amarillea y escasea, coronando un rostro enjuto y serio de ojos grises. Ansío conocer su historia

¿Cuál es el nombre de la amada perdida?

¿Rompió tal vez el anciano su vida por amor y arrojó los pedazos al aire para que los barriera el viento?

¿Saltó al vacío sin red confiando en una mirada brillante y apasionada?

Un nudo atenaza mi garganta mientras imagino aterrado que acabaré mis días sentado, solo, en una cervecería  de una ciudad inmensa, añorando los besos que me arropaban en las frías noches de invierno.

Estoy a punto de acercarme al anciano para saciar mi impertinente  curiosidad cuando entra una señora muy mayor, con el pelo níveo recogido en una cola, y se sienta frente a él sonriendo.

Entonces, al observar como se ilumina el rostro del anciano, como si estuviera contemplando a la mismísima diosa Afrodita hecha mujer, siento que un río de lágrimas se me desborda mejillas abajo, incontenibles, purificadoras, salvadoras.

Hoy he aprendido que el Amor perdura para siempre.

El tsunami

Publicado: 16 enero, 2013 en Personal
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OLYMPUS DIGITAL CAMERAEl pescador disfrutaba apaciblemente de la mañana fresca y soleada. El olor a salitre y la espuma vaporizada que le refrescaba el rostro le hacían sentirse pleno y feliz. El sol se deshacía en un puzle plateado en la balsa tranquila que en ese momento era el mar. La brisa apenas mecía el hilo de la caña fija que permanecía anclada a un metro de él, sentado en una silla de metal y tela vieja.

El pescador repasaba su apacible y aburrida vida con una sonrisa amarga y solamente los pequeños sobresaltos que le provocaban falsos tirones de inexistentes peces, le hacían reaccionar.

Tenía mujer, hija y una hipoteca sobre una casa demasiado grande para él, un trabajo aburrido pero no demasiado, un coche corriente, y un seguro de vida.

La primera señal de que algo sucedía, le hizo pestañear, deslumbrado por el sol. Aguzó el oído pero el batir de las olas continuaba con la misma cadencia, sin embargo había algo que no encajaba; salvo el mar, todos los demás sonidos del mundo se habían apagado.

El pescador se levantó inquieto y observó la superficie del mar. Repentinamente el agua se retiró como en una inmensa e instantánea marejada y dejó al descubierto las rocas del fondo, el fondo era visible al menos a un kilómetro de distancia.

El corazón del hombre dio un vuelco y su alma se encogió de miedo cuando observó la ola gigante que avanzaba hacia él silenciosa pero imparable.

Apenas tuvo tiempo de pensar en nada cuando se lo tragó el agua.

Cuando despertó comprendió que todo había cambiado, que toda su vida anterior había sido engullida por la ola gigante y que había desaparecido bajo las aguas.

Los sentimientos que le invadieron eran contradictorios e iban desde la euforia, al miedo y desde el alivio a la pena.

En el fondo de su alma, una luz tenue que acabaría por convertirse en un astro radiante y luminoso le hizo comprender la verdad. Solamente existía una razón para mantenerse erguido, vivo y sonriente mirando al sol que secaba despacio sus ropas empapadas.

Esa razón era el amor.

Al fin lo había encontrado.

Siempre he creído en el amor, y he tenido la inmensa suerte de experimentarlo, de darlo y recibirlo. Nunca he sido un idealista, pero considero que la vida es lo suficientemente complicada y está llena de problemas, como para cometer la estupidez de convertir las relaciones en otro problema más. Amar a alguien incondicionalmente está por encima de distancias, del físico, o de la orientación sexual. Si fuésemos capaces de abstraernos y rebajar al extremo más sencillo el amor, nos encontraríamos simplemente con dos personas que se quieren.

Ni más ni menos.

Luchar contra ello es absurdo.

En determinados países y en determinados contextos sociales y religiosos, ser homosexual es un grave problema tanto para la persona que lo declara como para su familia. En algunos países se castiga incluso con la muerte. Es comprensible que algunos padres se asusten, y quieran proteger a sus hijos. Lo que no soy capaz de entender es que las familias estén más preocupadas por el “qué dirán” que por la felicidad de sus hijos.

la vida es lo suficientemente complicada y está llena de problemas, como para cometer la estupidez de convertir las relaciones en otro problema más

Ya resulta difícil declararse homosexual en un país supuestamente tolerante y moderno como el nuestro, como para que la familia en lugar de un apoyo sea un obstáculo.

Leo una noticia curiosa y terrible a la vez; un millonario de Hong Kong ofrece 50 millones de euros al hombre que consiga conquistar y casarse con su hija lesbiana.

Siento pena por ambos, por él, por ser incapaz de aceptar la realidad y luche contra ella a costa de reducir a lo insignificante el deseo de ser feliz de su propia hija, y por ella, por tener que sufrir a un padre que no trata de entenderla.

En determinados países y en determinados contextos sociales y religiosos, ser homosexual es un grave problema tanto para la persona que lo declara como para su familia

Cuando una persona muy cercana a mí, a la que quiero muchísimo, me dijo que tenía una relación con alguien de su mismo sexo, lo que experimenté fue una honda preocupación por su felicidad, por si sería capaz de aguantar el peso de las miradas ignorantes y crueles ancladas en el siglo pasado que todavía se pasean – cada vez menos afortunadamente – por las plazas de España. Sin embargo, inmediatamente comprendí que la única mirada válida es la del verdadero amor, y que enfrentados a ella, todas las demás sobran.

El magnate asiático debería revisar sus prioridades y anteponer la felicidad de su hija a cualquier otra, especialmente a la suya propia.

No se puede poner precio al amor.

Enlace: Un magnate de Hong Kong ofrece 50 millones al hombre que se case con su hija lesbiana

Estimado lector, me temo – en realidad debes ser tú quién lo tema – que en esta entrada voy a torturarte un poco, porque voy a hablar principalmente de mí.

A veces me pregunto si esta pasión mía por la escritura no tendrá un componente egocéntrico y simplemente sea una excusa para desnudar mis miedos, mis paranoias, mis anhelos, revistiendo el indecoroso hecho, de tintes intelectualoides más o menos cultos.

Da igual.

La cuestión es que llevo un año acudiendo de manera totalmente desordenada e impuntual ante la pantalla en blanco y me siento un rato, me rasco un poco en la sesera y engarzo palabras que con mayor o menor fortuna construyen frases con las que pretendo entretener, fundamentalmente a mi mismo.

La idea del blog siempre estuvo asociada a la de mi primera novela – que no es Crónicas de Alburia, una selección de siete relatos cortos, publicada en Literanda -, como una forma de darme a conocer, de establecer una primera toma de contacto con futuros posibles lectores. Teniendo en cuenta que la novela es de ciencia ficción, lo lógico habría sido abordar el blog desde esa perspectiva. Pero al final, tal vez empujado por mis recién cumplidos cuarenta, o por una suerte de incontinencia vital, el blog consistió en pinceladas sobre la actualidad, mis estados de ánimo, mis relatos o cualquier cosa que se me pasara por la cabeza.

Este rincón cobró vida propia y se convirtió en un compromiso casi diario al principio, y ahora escasamente semanal – soy de los que piensan que si se habla o se escribe demasiado se corre el riesgo de decir idioteces, en mi caso además, ese riesgo es inherente a mi forma de ser, con lo cual, trato de minimizarlo –, totalmente independiente de mi novela – la cual sigue paseando por las editoriales sin mejor suerte -.

Ahora, un año después, reflexiono no ya en lo que ha significado este rincón egocéntrico en mi vida, sino en lo que ha sucedido en estos trescientos sesenta y tantos días. Parece que haya pasado un siglo.

En este siglo he visto muchas cosas.

He mirado a los ojos a monos locos con pistolas que dirigían países y a los que seguíamos para lanzarnos por el abismo.

He asistido a revoluciones fallidas que iban a cambiar el mundo – y el mundo sigue intacto, oscuro, feo y lleno de sinvergüenzas – .

He visto – sin pestañear – como acribillaban a Gadaffi – el de la foto con Obama – o como inhabilitaban a Garzón – el que trató de juzgar al de la foto con el papa.

He gritado los goles de un nuevo triunfo en la Eurocopa y he asistido mudo de admiración al gesto de un dios negro que pulverizaba los registros de velocidad de los simples humanos.

Este año también me ha traído la mirada maravillosa de mi futura hija, desvelada en una ecografía, y la sacudida vital es tan grande que aturde, y se entienden muchas cosas al sentir las lágrimas saladas de la felicidad, escapando furtivas rostro abajo. Entiendes que lo más grande de la vida aún está por llegar, que el abrazo más cálido que has de recibir y la sonrisa más hermosa, aquella por la que darás tu propia vida, aún está por nacer. Y te abandonas, y comprendes que tu vida es lo de menos, y que el único afán es hacer feliz a la nueva personita que ya es el centro de tu Universo.

Y esa comprensión, esa visión en perspectiva del futuro, te enseña a relativizar de una forma tan intensa y tan preclara que todo lo demás da igual.

También he comprendido, y eso no lo he leído en prensa ni lo he visto en televisión, que al final, cuando me siente en mi montículo construido con las arenas del tiempo, mis ojos velados por la añoranza se vuelvan hacia el pasado, y mis canas caigan sobre mi piel arrugada, incapaz de conformar una sonrisa desdentada, solamente me haré una pregunta.

La pregunta vital y única.

La que encierra el secreto de la felicidad existencial.

“¿He sido capaz de AMAR?”

Y afortunadamente, lograré sonreír, pensaré en Ella, en la dueña de mi alma, y asentiré susurrando un “” rotundo y perfecto.

Gracias por leerme.

Tal y como ya he contado alguna vez, los días inmediatamente anteriores y posteriores a mi llegada a la cuarentena – CUARENTA años con todas las letras – fueron mentalmente intensos. Pensé mucho, recordé muchos momentos de mi vida, traté de ordenar los acontecimientos que habían desembocado en aquel instante – a las tres de la mañana – en el que no podía pegar ojo y los tenía abiertos como platos, fijos en el techo del dormitorio.

En aquel batiburrillo mental, hubo varias ideas obsesivas que rondaban mi pensamiento.

La más recurrente, la de la muerte.

La muerte es algo con lo que convivimos todos los días, pero es como el mal olor: tratamos de mirar a otro lado y fingir que no existe, arrugando la nariz para proseguir como si nada nos importunara… es desasosegante admitir que no entendemos ni el por qué, ni el cuándo, ni el cómo, ni el quién… no hay verdad más cierta que lo único que se necesita para morirse es estar vivo.

Y, claro, la idea de la vulnerabilidad brutal del ser humano ante la muerte me llevó a otra paranoia existencial: la idea de la pervivencia del recuerdo, la huella definitiva. Es decir, ¿quedará algo de mí cuando me muera?

Inmodesta e inmediatamente uno tiende a compararse con los grandes hombres y mujeres de la historia – lo cual es absurdo de partida – y como uno sale tan escaldado de la prueba, se baja un peldaño y se compara con los artistas de hoy día, con los deportistas… Algunos de ellos dejarán el recuerdo de un gol que arrancó el grito unánime y desató la efímera euforia de un país futbolero, otros que murieron jóvenes y dejaron un bonito cadáver, como Amy Winehouse, legaron su espléndida música y su voz eterna.

Tampoco ahí salgo ganando.

Entonces la conclusión podría considerarse deprimente: no dejaré huella.

Esa frase llevada al extremo no es cierta en absoluto y un buen ejemplo sería la película de Frank Capra «¡Qué bello es vivir!» donde un James Stewart algo empalagoso tiene el privilegio de constatar que el mundo sería un sitio mucho peor si él no hubiera nacido.

De manera que, para colmo, mi obsesión ni siquiera es original, así que supongo que viene ligada a la edad, a la frontera entre la juventud recién abandonada – como quien dice por ponerse optimista – y la madurez recién estrenada – o la cuesta abajo en el argot más pesimista -.

No puedo hablar de una crisis existencial pero sí de una reflexión más seria que la media de las que me planteo cada día…

Para no decepcionarme lo mejor sería no ser demasiado ambicioso, darme por satisfecho con influir en mi micro mundo, en los que me rodean, aunque sea de manera superficial, generando un pensamiento o provocando un recuerdo – uno bueno a ser posible – .

Me conformaría con conseguir que un sobrino mío sintiera lo que yo sentí hace no mucho – una muerte siempre sucede hace no mucho – en el funeral de un tío mío… le recordé con alegría, le vi ayudándome en momentos malos, enseñándome a ser mejor persona… en definitiva, dejó en mi corazón una huella que ni el tiempo ni la propia muerte borrará jamás.

Referencias:

Balance

El otro día recibí dos noticias, de carácter totalmente opuesto, casi al mismo tiempo.

Noticia 1: Una pareja de amigos con problemas para tener hijos, por fin, de manera sorprendente y sin que medie ningún tratamiento o causa probable, lo han conseguido. Ella está en su séptimo mes de embarazo y todo va de maravilla.

Noticia 2: Un conocido de la infancia de mi mujer, con treinta y ocho años, no se ha despertado. Sin más, de repente, ha aparecido muerto en la cama.

Estas dos noticias tienen como elemento común la sorpresa, lo extraño, lo inesperado, aunque, por razones obvias, el impacto que causan es totalmente distinto.

Creo que nos afanamos continuamente en construir ordenadamente una historia vital, en tejer una red de normalidad, de rutina, que dote de aparente sentido a la sucesión de días que en definitiva es nuestra vida. Tratamos de que cada nuevo día nos pille preparados para lo que tenga que suceder, planeamos eventos, reuniones, acciones… y en la medida de lo posible, las llevamos a cabo con algún fin, usualmente para que nuestro día a día sea llevadero de manera rutinaria o simplemente para seguir adelante sin sobresaltos.

No sirve de nada.

No hay nada que evite que los caprichos del Destino nos sacudan con sus guantes de boxeo forrados de piedra, ni siquiera el estar preparados. El otro día pedí al genio de la lámpara que me concediera ser capaz de transmitir a mis futuros hijos entereza y capacidad para recibir golpes, pero a veces… a veces miras a los ojos a la viuda, con tres hijos, de una persona joven, que no tenía por qué estar muerta y … ¿qué demonios le dices? ¿Que tratarás de conseguir que tus hijos encajen esos golpes brutales? ¿Qué tenga entereza?

Probablemente estoy tremendamente equivocado y, al final, lo único que importe no sea cómo seamos capaces de encarar el dolor – algo íntimo y personal – si no cómo seamos capaces de amar a las personas que pasan con nosotros su vida, o que comparten simplemente un trocito de su tiempo, en el trabajo, en la cola del paro, en el ascensor, en la sombrilla de al lado de la playa…

Todo es tan absurdo, tan azaroso, tan sinsentido, que no valen teorías ordenadas, planificadas o estudiadas y lo único que nos salvará, lo que nos hará de verdad humanos ante el dolor repentino, será el recuerdo de esas sonrisas regaladas a desconocidos o a nuestros seres queridos, de esos besos, de esos abrazos…

No merece la pena dejar de decir un “te quiero” porque, joder, ¿quién nos garantiza que no será el último?