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Las FARC es un grupo terrorista que opera en Colombia desde hace casi 50 años, responsable de miles de muertes y centenares de secuestros. La orografía selvática de Colombia les ha permitido refugiarse al amparo de la naturaleza y mantenerse activos durante todo este tiempo. La lucha contra la mal llamada “guerrilla” colombiana es interminable y sangrienta. El objetivo que persiguen es utópico y consiste en “acabar con las desigualdades sociales, políticas y económicas, la intervención militar y de capitales estadounidenses en Colombia, mediante el establecimiento de un Estado marxista-leninista y bolivariano.”

Tremendo.

“Marxista-leninista-bolivariano”, madre mía. ¿De qué máquina del tiempo han salido estos?

Este grupo de chalados no sería más que una anécdota si no estuvieran directamente relacionados con el narcotráfico y por ende, millones de euros en juego, y con extorsión, asesinato y secuestro.

Probablemente el fondo del asunto sea que interesa mantener este estado de las cosas un poco caótico, un grupo de idiotas armados hasta los dientes, matando y secuestrando, mientras sus jefes se encargan de asegurar el tráfico de drogas para engordar sus cuentas en bancos suizos o en las islas Seychelles.

Desde luego estos de las FARC no se andan con chiquitas, sus secuestros duran años, muchos años, y si la cosa se pone fea, no dudan en asesinar a los secuestrados.

Esto es lo que ha sucedido recientemente con tres secuestrados – en algunos casos con más de trece años de cautiverio – asesinados sin piedad como reacción a una operación fallida de rescate por parte del ejército colombiano.

Uno de los asesinados es el sargento José Libio Martínez, que nunca conoció a su hijo Johan Steven, de catorce años, pues fue secuestrado en 1997 cuando su mujer estaba embarazada.

«… un grupo de idiotas armados hasta los dientes, matando y secuestrando, mientras sus jefes se encargan de asegurar el tráfico de drogas para engordar sus cuentas en bancos suizos o en las islas Seychelles.»

Ahora su hijo reclama, en un discurso desgarrador, echando mano del temple y la pasta de la que están hechos los héroes, la infancia que le robaron las FARC. Su habla tranquila, pausada y coherente, casi impropia de un chaval de catorce años, es más atronador que las bombas de los asesinos. Johan Steven jamás podrá abrazar a su padre, ni sentir los besos de buenas noches, ni le contará las historias de su guerra, pues la locura y la insensatez de unos innombrables se lo llevaron por delante.

El fin nunca justifica los medios, y un fin tan trasnochado y absurdo, casi irrisorio, menos todavía.

Además, al final, pagan los de siempre, los más débiles, y en este caso se trata de un niño, perdón, de un hombre, de catorce años que ha perdido al padre que nunca tuvo, y su infancia, para siempre.

Se la robaron unos malvados disfrazados de combatientes.

Enlace: «Las FARC me rompieron las alas»