“La celda se cierra con un chasquido metálico y los compañeros se miran, asustados. Ambos están de pie, sosteniendo una muda de ropa limpia con ambos brazos, embutidos en el uniforme azul claro de los reos. La celda es un espacio de 4 x 3, con una litera, un retrete de metal sin tapadera y un lavabo. Las paredes grises, llenas de toscas pintadas y mensajes, envuelven el conjunto. Más allá de las rejas sólo se vislumbran pasillos enrejados. El paisaje exterior, la libertad, no alcanza ni a verse ni a oírse a través del estrecho ventanuco, situado en lo más alto de la pared opuesta a la entrada, por el que se cuela lo único que les queda de la vida que han dejado atrás: un pequeño rayo de luz.
La tarde parece morir ahí fuera, tan lejos y tan cerca a la vez de los compañeros de celda.
Son dos hombres, uno de ellos de cuarenta y pocos, el otro de treinta y tantos.
El de más edad es rubio, bien parecido, alto y esbelto. Con ojos azules que miran con desconfianza y terror mal disimulado. Los labios finos se curvan en un leve rictus que no se sabe muy bien si es de asco o desprecio. Se nota que no está acostumbrado a sitios como aquel. Su rostro tenso parece expresar en silencio una queja al mundo, al sistema o a los que han permitido que ahora se encuentre allí, encarcelado, compartiendo celda y retrete con un desconocido.
El otro es moreno, bajo y fornido, con manos grandes y callosas, acostumbradas a bregar con la realidad. Su mirada de ojos oscuros declara indignación, rabia y miedo.
El silencio se instala entre ambos, incapaces de articular palabra. El más alto mira la litera y vuelve la mirada hacia su compañero que se encoge de hombros. Asiente y se dirige hacia la parte de arriba. El preso moreno sacude la cabeza resignado, acostumbrado a que siempre escojan primero los tipos como su compañero de celda, con su actitud altiva hacia la vida, como si el resto de los humanos les debieran algo.”
Esta escena es pura ficción, jamás tendrá lugar, aunque sus protagonistas son personas reales.
El moreno es camarero, un currante, dedicado a aguantar a borrachos y a clientes, acostumbrado a llegar a su casa destrozado, a las tantas de la madrugada, para dejarse caer como un fardo junto a su mujer, dormida hace horas. Su mujer no trabaja y el único sueldo que entra en casa es el suyo. Soportan estoicamente una hipoteca que con mucha suerte terminarán de pagar dentro de treinta años. Este último mes no han ido bien las cosas, el banco aprieta, el desahucio pende sobre sus cabezas como una espada amenazante. El camarero ha estado tan acosado por la deuda que ha cometido una locura; ha robado 1500 euros de la caja de la sidrería donde trabaja.
Y le han descubierto.
Ahora se enfrenta a una pena de entre 6 y 18 meses de cárcel, como no tiene antecedentes y la condena sería menor a dos años no irá a la cárcel. Así podrá dedicarse a buscar otro trabajo para pagar la deuda con el banco si no quiere verse en la calle.
El rubio está casado con una infanta, ganó alguna medalla olímpica jugando al balonmano y cuando abandonó el deporte, gracias a que su suegro es quien es, consiguió un empleo en una fundación sin ánimo de lucro. Y gracias a ese empleo – presuntamente – ganó ilícitamente millones de euros. Ahora le están juzgando por todas estas acusaciones y probablemente, nunca pise una cárcel, al igual que su compañero ficticio, el camarero.
Seguramente las oportunidades para hacer borrón y cuenta nueva de ambos y reconducir su vida sean las mismas, ¿verdad?
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